08 enero, 2012

AMAR ES VER



(Fotografía y texto: Mauricio Feller)

Desde pequeños, la literatura, la televisión, el cine y las historietas nos han presentado a los científicos como unos señores de aspecto bastante singular, de preferencia dotados de abundantes y caóticas cabelleras, que suelen pasearse nerviosamente entre microscopios y tubos de ensayo llenos de extrañas y bullentes sustancias. Difícilmente podemos asociar la idea de un científico con la de alguien que se dedica a investigar temas con rostro abstracto, como el amor, la confianza, la colaboración y el respeto mutuo.

Tras estudiar los procesos de visión de colores de las palomas, el doctor Maturana derivó en la investigación de los fenómenos de la percepción y organización de los seres vivos, desarrollando el concepto de “biología del conocimiento, un enfoque completamente nuevo según el cual la vida es un proceso de conocimiento que se da en el vivir en congruencia con el medio.

Una de las consecuencias más notables de las contribuciones de este biólogo doctorado en la Universidad de Harvard y Premio Nacional de Ciencias 1995 es la demostración de que mente y cuerpo no existen en forma separada. Para Maturana, la mente ni siquiera tiene una localización específica en el cerebro, sino que es un fenómeno propio de las relaciones que nuestro organismo establece con el medio.


Usted ha dicho que no pretende introducir el amor como un elemento filosófico o religioso externo al dominio de la biología, sino algo que encontró allí simplemente porque ya estaba. ¿A qué se refiere exactamente cuando habla de “biología del amor”?.

No es que sea un hallazgo específicamente mío. Basta que usted mire a los animales para que se dé cuenta que efectivamente existe el amor como fenómeno propio de la vida, lo cual es válido tanto para las arañas como para los organismos más complejos.

Ahora, como fenómeno propiamente biológico, si usted mira las circunstancias en que hablamos de amor y de todas nuestras emociones, hallará que siempre hacemos referencia a una manera de relacionarnos y a una conducta referida a esa relación. Es por ello que hablar del amor es hablar de conductas relacionales, a través de las cuales el otro surge como legítimo en convivencia con uno.

Fíjese usted cuando los niños llegan a la casa y le dicen a la mamá: “el profesor no me quiere porque nunca me ve cuando levanto la mano”. El ejemplo nos sirve para entender que el amor está siempre relacionado con el hacer.

En el amor uno es visto; en el amar, en cambio, uno ve. Y esto tiene efectos muy importantes sobre nuestra vida cotidiana, puesto que si uno quiere conducirse de modo que el otro pueda surgir en su legitimidad, es también uno mismo quien surge como legítimo con el otro. No es extraño que la mayor parte de las quejas en el amor aludan al hecho de no ser “vistos”.


Desde esa perspectiva, ¿qué pasa con las relaciones entre los seres humanos bajo un sistema que considera la competencia como un estado de las cosas no sólo natural sino también deseable, al punto que ser "competitivo" constituye hoy una suerte de virtud, mucho más importante que ser honesto o solidario.

La verdad es que estamos inmersos en una especie de esquizofrenia, porque ciertamente el fundamento de lo humano y de lo social es el amor. Ello queda en evidencia al analizar lo que han sido los últimos 6 millones de años de historia evolutiva de la especie, donde lo central ha sido la experiencia acogedora y liberadora de la relación materno-infantil.

La competencia es entonces una distorsión que destruye la convivencia social. Atienda usted el hecho que, si a una persona le es arrebatada su cartera en la calle, surgirán básicamente dos palabras: primero, “ladrón”, que hace referencia a una acción; y luego, “antisocial”, lo que responde al hecho que lo social se funda en la confianza, algo que la competencia en cierto sentido anula.

¿Podemos realmente funcionar sin competencia?

Podemos perfectamente surgir en las emociones de colaboración y respeto mutuo en el presente a partir de nuestros deseos y acciones. Si un niño participa en una carrera con sus compañeros de colegio y la gana, puede contarlo en su casa de dos maneras: “Mamá: fui el mejor; o “Mamá: llegué primero”. Y la diferencia entre esas maneras es esencial.

Me parece muy interesante el hecho que aún existan espacios sociales que no necesariamente respondan a un enfoque de alianzas o acuerdos en función de algo puntual. Muchas veces se da en ellas una colaboración entre las personas que está fundada en una emoción abierta, motivados simplemente por el deseo y el placer de co-laborar; es decir, de hacer algo juntas.


Usted ha planteado que difícilmente los adultos de las actuales generaciones protagonizarán el cambio hacia una nueva cultura fundada en la colaboración entre las personas. ¿Cuáles son los caminos que usted visualiza en esa dirección?

El cambio desde una cultura de la competencia hacia otra de colaboración y cooperación sólo puede darse después que varias generaciones vivan y crezcan en ella como un estado natural. La colaboración no ocurre entre nosotros los adultos como una situación espontánea de la convivencia. De hecho, la deshonestidad es percibida en cierta medida como parte de las habilidades necesarias para la vida cotidiana en competencia.

Por lo mismo, el cambio precisa de una intención y de una acción nuestra en ese sentido; es decir, será el resultado de un hacer intencional que responda a un deseo de vivir en el respeto mutuo y la colaboración. Estamos ante una encrucijada histórica, puesto que, si realmente lo queremos, podemos pasar ya, como cultura, hacia una etapa de honestidad y colaboración.